jueves, 12 de julio de 2007

Los hombres de la litera

POR JOSE MIGUEL MONTERO
Era aproximadamente las diez de la mañana cuando el corazón estuvo a punto de salírseme. Estaba muy quitado de bulla en el patio de mi casa que daba al camino, cuando divisé que un grupo de hombres se abría pasos al trote.
Fue la primera vez que vi una litera, un pedazo de lienzo al que en cada esquina le amarran una soga y le introducían un palo por el medio. Era la forma en que sacaban hasta la carretera a todo el campesino enfermo que por su gravedad era imposible transportarlo al lomo de un caballo.
De esa manera vi transportar hasta El Cercado a gente que enfermaba gravemente a decenas de kilómetros de distancia, situación que sin duda agravaban su estado por la incomodidad que suponía ese modo de transporte.
Ese día se trataba de una señora amiga de mi madre, a la que le atacaba una crisis de frenesí cada vez que estaba embarazada.
Era una señora robusta, elegante, de buen porte, una cabellera larga y de un negro eterno, de trato afable y delicado.
Esa forma de transporte tenía un aspecto fúnebre inigualable y a la gente la llevaban de una manera que no iba sentada ni acostada. Era una suerte de que dejarlo morir sin hacer diligencia era peor, y eso, de por sí agravaba el estado del enfermo y aceleraba como ningún otro recurso la llegada de la muerte.
El sosiego del enfermo lo determinaba la pericia con la que los hombres tal yuntas de bueyes tenían que lidiar no sólo con el peso del cuerpo detrás de sus cuellos, sino con las dificultades de los angostos y peligrosos caminos.
Siempre dudé de la posibilidad de que sobreviviera aquel al que cargaban en litera. Por suerte, el de la amiga de mi madre no fue el caso.
La vecina más cercana de la casa de mis padres era la de una señora, de tez blanca, pelo lacio, tan escuálida que no pasaba de 80 ó 90 libras y para una estatura mediana probablemente le faltaban unas cuantas pulgadas.
Sin embargo, tenía un ánimo y valor insospechados para enfrentarse a los muertos que siempre la perseguían.
Tan buen alma tenía que consideraba una ofensa remover la basura de su casa.
Era la querida de un negro tosco, pero medio bohemio, que logró alcanzar su sueño más de una vez. ¡Su esposa también era blanca!
Su casa de la de mis padres estaba a una distancia de no más de 50 metros y para protegerse de los muertos, cada noche al acostarse amurallaba cada esquina con una cruz de ceniza bendita con un limón partido en cada sentido.
Pero la barrera no impedía que los muertos la molestaran y el trastorno que le causaban eran tan grande que la hacían levantarse y perseguirlos largos trayectos.
"El ignorante es criminal", le oía decir a un viejo zorro de la comarca, cuyo adelanto mental no le conocí a ningún otro mortal en mi época de niño.
Ese ambiente dominado por la ignorancia era lo que mejor definía la frase lapidaria de aquel sabio campesino adelantado en su tiempo.
Presa la gente de la ignorancia y las murmuraciones, era incalificable lo que para aquella época significaba no guardar como era de rigor, el luto de un pariente.
Nueve días de lloro incesante que dejaba a las mujeres con la garganta pendiendo de un hilo. De la casa mortuoria sólo una puerta se podía abrir y una "sopa boba" era lo único que las dolientes ingerían.
Los primeros nueve días la larga penitencia lo pasaban debajo de un manto negro de plomo -cuando se trataba de padre, madre o esposo-. Como si se tratara de una regla no escrita, no menos de tres años tenían las mujeres que guardar de luto por la muerte de un pariente muy cercano.
Tenían que someterse a todo tipo de abstinencia, ni siquiera libertad para reirse tenían y así tenían que mantenerse para alimentar el ego de la ignorancia, pues de no hacerlo se exponía al más despiadado escarnio.
Vestir una prenda fuera del tono luctuoso que imponía la censura de la época era una herejía.
Que a fulano lo vendieron porque sudó en el ataúd o porque su cuerpo no adquirió la rigidez normal de un cadáver, se oía decir con frecuencia en distintos entornos.
A mucha gente se le atribuían viajes al "Arcajé", en Haití, donde se hacía negociaciones en persona con el diablo.
En esas negociaciones podía el brujo entregar al diablo el alma de algún pariente o de alguien que no le cayera bien.
Esos favores diabólicos iban desde el incremento de la producción de una cosecha, el florecimiento de un negocio hasta el premio de la lotería.
En medio de esa confusión se atribuían a negociaciones con el diablo todas las muertes repentinas de los mayores, que bien pudieron ser por infartos u otras causas, y las de niños que morían probablemente porque se tragaban la baba o por cualquier otra enfermedad prevenible o curable.

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