POR JOSE MIGUEL MONTERO Muchas veces por orgullo y otras cuando ya la muerte se creía inminente, en mi pueblo la gente se mandaba a fabricar su ataúd. Sin embargo, en más de una ocasión fui testigo de que el ataúd que fabricaban para un enfermo tenía que usarlo “prestado” para uno no lo estaba es estaba, aparentemente, menos grave. Creo que por la naturaleza de la vida de entonces, la gente gozaba de una gran longevidad, al punto que hasta para morirse, después de agotar todos los años del mundo, los enfermos de la vejez era un eterno amagar y no dar. No fue una ni dos las veces que vi a parientes de un anciano en lecho llorarlo como si se estuviera muriendo. Constante se “iban y volvían” y en ese trajinar de entre la vida y la muerte le achicharraban de mala noche los ojos a los potenciales deudos. Ocurre que según la creencia, había gente que para alargarse la vida tomaba unos resguardos entre el que más probado era el “alicornio”. A este no tenía acceso todo el mundo. Era una especie de piedra y el que se lo tragaba tenía la libertad de elegir el lugar donde quería que se le aposara. Cuando el destinatario se lo tragaba, donde primero se ponía la mano, allí se detenía el resguardo. Por eso con frecuencia veía uno a gente con protuberancias en la muñeca, la frente, la espalda o el pecho y se atribuía a que tenía tragado un “alicornio” para morirse de vejez. Lo cierto es que muchos ancianos que dizque se tragaban “alicornios” padecían una larga agonía y se afirma que no morían hasta que le daban a tomar un brebaje que le hiciera vomitar el resguardo. No había funerarias y uno que otro talleres fabricaban ataúdes, pero no era muy extendida la costumbre de comprarlos hechos cuando se moría alguien, pues era mucho más costoso. Era raro la casa donde había un soberao, que se hacían con tablas rústicas aserradas entre los montes de la manera más primitiva y rudimentaria que se pueda explicar, fundamentalmente para que las gallinas pusieran o guardar las sillas de montar. Por eso cuando alguien moría –mas si era de repente- comenzaban de casa en casa a reunir las tablas para la fabricación del ataúd. En la vecindad siempre había un albañil o aprendiz de carpintero al que por unos cuantos pesos o hasta fiao se le encargaba la lúgubre obra. Un metro amarillo oscuro en mano, una botella de ron Bermúdez o Siboney en el bolsillo de atrás, como para no sucumbir ante el llanto y la pena, el albañil entraba a tomar la medida al muerto. Era un momento desesperante, lúgubre y trastornador del alma, pues para la familia era el primer indicio serio de que había perdido para siempre a un ser querido. La intensidad del llano y la aflicción eran capaz de descorazonar a cualquiera. La obra se ejecutaba casi siempre debajo de un árbol próximo al mortuorio o en la sala de una casa vecina. Entraba y salía gente que en serio o en broma hacía los más variados comentarios sobre la ingrata tarea de construir ataúdes. Cuando el muerto era un niño, el ataúd lo pintaban de azul y para un adulto era pintado de rojo. El estrato social de la familia a la que perteneció el muerto se medía por la gala del ataúd, que cuando era de una familia acomodada era revestido de relucientes tachuelas que le daban un toque de elegancia, pero a la vez le imprimía temor. Para entonces, los cementerios estaban a grandes distancias y el traslado de los muertos se hacía en litera. Se colocaban dos palos en cada extremo del ataúd, que luego era amordazado con una soga de nylon o de cabuya para garantizar que no se rodara y el chillido que al paso del entierro dejaba el roce de las tachuelas contra la soga llenada de grima a los muchachos. Cuatro hombres que se reemplazaban cada cierto tiempo, tal bueyes tirando una carreta y casi siempre en un ambiente festín llevaban a todo dar el muerto al cementerio. La solemnidad con que se cargaba el muerto dependía de la distancia del cementerio. En las casas que estaban en todo el trayecto, cuando se moría uno ya estaban preparadas para al paso del entierro lanzarle al muerto un jarro de agua y así evitar que le hiciera visaje o que lo molestara. Y a todos los menores de las casa también les sellaban una cruz de ceniza en la frente, para evitar que el muerto se los llevara. No era costumbre velar a los muertos dentro del ataúd, sino en la cama. A la hora del sepelio, la más descorazonante, echaban el muerto en la caja y comenzaba el ritual final. Había que salir con el muerto de modo que hubiera que darle la vuelta a la casa hasta tomar el camino de la partida definitiva. A poca distancia de la casa procedían a clavar la tapa, pero antes, a todos los hijos menores del fenecido, si los había, dos hombres en los extremos del ataúd, cual si fuere una pelota de basketbal , aparaban al niño tres veces en cruz, para así evitar que se los lleve. Era la última parada del frenesí.
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