lunes, 23 de julio de 2007

La situación de Eduardo Estrella

A pesar de la poca influencia que representa, la salida de Eduardo Estrella del Partido Reformista Social Cristiano (PRSC) genera un poco de confusión, por los resultados que eso podría implicar en el futuro.

Lo primero es que empequeñece aún más la herencia del doctor Joaquín Balaguer, porque muchos de los pocos que seguían a Estrella no es verdad que van a hacer causa común en serio con Amable Aristy Castro, quien en base a toda clase de artimañas logró ganarle la nominación presidencial a Estrella.


Es casi seguro que lo poco que queda del reformismo va a seguir desplazándose, una parte hacia el Partido de la Liberación Dominicana (PLD) y la otra hacia el Revolucionario Dominicano (PRD). Y que no se soprenda nadie si en las elecciones de 2008 el PRSC pierde su personería jurídica, porque es probable que no alcance la cantidad de votos necesarios para mantener la representación legal ante la Junta Central Electoral (JCE).


Aunque es casi seguro que el PLD y el PRD no permitirían eso e intervendrían ante la JCE para que eso no suceda. En cuanto al futuro de Estrella, de lo que puede uno estar seguro es de que es incierto, porque a pesar del desgaste de los partidos tradiconales, este país no está en condición de provocar una situación como lo ocurrido en Venezuela con el coronel Hugo Chávez Frías.


Y aunque se dice que Estrella hábría hecho "ciertos arreglos" para postularse por el Partido Nacional de Veteranos y Civiles (PNVC) eso no va a concitar un apoyo tal que vaya a garantizar una opción de poder. Sin embargo, podría obtener una cantidad de votos necesarios para hundir más al PRSC y hasta hacerle la vida imposible a unos de los partidos grandes en una eventual segunda vuelta electoral.

viernes, 13 de julio de 2007

La realidad de las drogas

POR JOSE MIGUEL MONTERO



A pesar de que los dominicanos hemos perdido la capacidad de asombro, algo bastante peligroso, es preocupante la afirmación del mayor general Rafael Radhamés Ramírez Ferreira, presidente de la Dirección Nacional de Control de Drogas (DNCD), de que en los últimos diez meses se han incautado seis toneladas de drogas.
La lección que se saca de esta afirmación es de que realmente el tráfico de drogas hacia Estados Unidos y Europa, a través de la República Dominicana, es intenso, a pesar de los esfuerzos, fundamentalmente del mayor general Ramírez Ferreira.
Porque realmente en la sociedad hay la impresión de que el mayor general Ramírez Ferreira, salvo honrosas excepciones, está solo en la lucha contra ese grave problema, porque la verdad es que en los barrios la distribución y consumo de drogas compite con la venta de los alimentos.
Y a veces la gente tiene la impresión como de que todo el mundo nota el movimiento del microtráfico y consumo de drogas, menos algunas autoridades.
La sociedad en su conjunto debe cerrar filas en torno a las demostradas buenas intenciones del mayor general Ramírez Ferreira, para combatir ese diabólico negocio que amenaza no sólo la estabilidad de la democracia, sino el desarrollo de los recursos humanos, pues se trata de un vicio cuyo principal blanco son los jóvenes.

jueves, 12 de julio de 2007

Bastante oportuna la visita Presidente Preval

En momentos que que dos sacerdotes extranjeros tratan de ampañar con infamias las relaciones de República Dominicana y Haití, no podía ser más oportuna la visita del presidente haitiano René Preval.

El presidente haitiano estuvo nueve horas en República Dominicana, durante las que se reunió con el presidente Leonel Fernández, visitó la sede de la Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD) y dictó una conferencia en la Fundación Global Democracia y Desarrollo.

La visita del Gobernante haitiano es una vofetada a los planes de los sacerdotes Pedro Riquoy y Cristopher Hartley, quienes han estado difundiendo en Francia y Miami, Estados Unidos, un documental sobre una alegada esclavitud de haitianos en los bateyes dominicanos.

Por suerte, en los últimos días el Gobierno ha estado llevando a cabo acciones importantes para contrarrestar esa infamia y prácticamente ha desarmado a los difamadores, además de que personalidades y sectores sensatos ligados a la comunidad haitiana en República Dominicana se han encargado también, motu propio, de desmentir semenjande calumnia.

Lo cierto de todo esto es que los haitiano viven en República Dominicana en las mismas condiciones que los dominicanos de su clase, y, contrario a lo que propalan Hartley y Cristopher, los haitianos andan con toda su libertad y son tratados como hermanos por los dominicanos.

Los hombres de la litera

POR JOSE MIGUEL MONTERO
Era aproximadamente las diez de la mañana cuando el corazón estuvo a punto de salírseme. Estaba muy quitado de bulla en el patio de mi casa que daba al camino, cuando divisé que un grupo de hombres se abría pasos al trote.
Fue la primera vez que vi una litera, un pedazo de lienzo al que en cada esquina le amarran una soga y le introducían un palo por el medio. Era la forma en que sacaban hasta la carretera a todo el campesino enfermo que por su gravedad era imposible transportarlo al lomo de un caballo.
De esa manera vi transportar hasta El Cercado a gente que enfermaba gravemente a decenas de kilómetros de distancia, situación que sin duda agravaban su estado por la incomodidad que suponía ese modo de transporte.
Ese día se trataba de una señora amiga de mi madre, a la que le atacaba una crisis de frenesí cada vez que estaba embarazada.
Era una señora robusta, elegante, de buen porte, una cabellera larga y de un negro eterno, de trato afable y delicado.
Esa forma de transporte tenía un aspecto fúnebre inigualable y a la gente la llevaban de una manera que no iba sentada ni acostada. Era una suerte de que dejarlo morir sin hacer diligencia era peor, y eso, de por sí agravaba el estado del enfermo y aceleraba como ningún otro recurso la llegada de la muerte.
El sosiego del enfermo lo determinaba la pericia con la que los hombres tal yuntas de bueyes tenían que lidiar no sólo con el peso del cuerpo detrás de sus cuellos, sino con las dificultades de los angostos y peligrosos caminos.
Siempre dudé de la posibilidad de que sobreviviera aquel al que cargaban en litera. Por suerte, el de la amiga de mi madre no fue el caso.
La vecina más cercana de la casa de mis padres era la de una señora, de tez blanca, pelo lacio, tan escuálida que no pasaba de 80 ó 90 libras y para una estatura mediana probablemente le faltaban unas cuantas pulgadas.
Sin embargo, tenía un ánimo y valor insospechados para enfrentarse a los muertos que siempre la perseguían.
Tan buen alma tenía que consideraba una ofensa remover la basura de su casa.
Era la querida de un negro tosco, pero medio bohemio, que logró alcanzar su sueño más de una vez. ¡Su esposa también era blanca!
Su casa de la de mis padres estaba a una distancia de no más de 50 metros y para protegerse de los muertos, cada noche al acostarse amurallaba cada esquina con una cruz de ceniza bendita con un limón partido en cada sentido.
Pero la barrera no impedía que los muertos la molestaran y el trastorno que le causaban eran tan grande que la hacían levantarse y perseguirlos largos trayectos.
"El ignorante es criminal", le oía decir a un viejo zorro de la comarca, cuyo adelanto mental no le conocí a ningún otro mortal en mi época de niño.
Ese ambiente dominado por la ignorancia era lo que mejor definía la frase lapidaria de aquel sabio campesino adelantado en su tiempo.
Presa la gente de la ignorancia y las murmuraciones, era incalificable lo que para aquella época significaba no guardar como era de rigor, el luto de un pariente.
Nueve días de lloro incesante que dejaba a las mujeres con la garganta pendiendo de un hilo. De la casa mortuoria sólo una puerta se podía abrir y una "sopa boba" era lo único que las dolientes ingerían.
Los primeros nueve días la larga penitencia lo pasaban debajo de un manto negro de plomo -cuando se trataba de padre, madre o esposo-. Como si se tratara de una regla no escrita, no menos de tres años tenían las mujeres que guardar de luto por la muerte de un pariente muy cercano.
Tenían que someterse a todo tipo de abstinencia, ni siquiera libertad para reirse tenían y así tenían que mantenerse para alimentar el ego de la ignorancia, pues de no hacerlo se exponía al más despiadado escarnio.
Vestir una prenda fuera del tono luctuoso que imponía la censura de la época era una herejía.
Que a fulano lo vendieron porque sudó en el ataúd o porque su cuerpo no adquirió la rigidez normal de un cadáver, se oía decir con frecuencia en distintos entornos.
A mucha gente se le atribuían viajes al "Arcajé", en Haití, donde se hacía negociaciones en persona con el diablo.
En esas negociaciones podía el brujo entregar al diablo el alma de algún pariente o de alguien que no le cayera bien.
Esos favores diabólicos iban desde el incremento de la producción de una cosecha, el florecimiento de un negocio hasta el premio de la lotería.
En medio de esa confusión se atribuían a negociaciones con el diablo todas las muertes repentinas de los mayores, que bien pudieron ser por infartos u otras causas, y las de niños que morían probablemente porque se tragaban la baba o por cualquier otra enfermedad prevenible o curable.

miércoles, 11 de julio de 2007

El ataúd

POR JOSE MIGUEL MONTERO

Muchas veces por orgullo y otras cuando ya la muerte se creía inminente, en mi pueblo la gente se mandaba a fabricar su ataúd. Sin embargo, en más de una ocasión fui testigo de que el ataúd que fabricaban para un enfermo tenía que usarlo “prestado” para uno no lo estaba es estaba, aparentemente, menos grave.
Creo que por la naturaleza de la vida de entonces, la gente gozaba de una gran longevidad, al punto que hasta para morirse, después de agotar todos los años del mundo, los enfermos de la vejez era un eterno amagar y no dar.
No fue una ni dos las veces que vi a parientes de un anciano en lecho llorarlo como si se estuviera muriendo. Constante se “iban y volvían” y en ese trajinar de entre la vida y la muerte le achicharraban de mala noche los ojos a los potenciales deudos.
Ocurre que según la creencia, había gente que para alargarse la vida tomaba unos resguardos entre el que más probado era el “alicornio”. A este no tenía acceso todo el mundo. Era una especie de piedra y el que se lo tragaba tenía la libertad de elegir el lugar donde quería que se le aposara. Cuando el destinatario se lo tragaba, donde primero se ponía la mano, allí se detenía el resguardo.
Por eso con frecuencia veía uno a gente con protuberancias en la muñeca, la frente, la espalda o el pecho y se atribuía a que tenía tragado un “alicornio” para morirse de vejez.
Lo cierto es que muchos ancianos que dizque se tragaban “alicornios” padecían una larga agonía y se afirma que no morían hasta que le daban a tomar un brebaje que le hiciera vomitar el resguardo.
No había funerarias y uno que otro talleres fabricaban ataúdes, pero no era muy extendida la costumbre de comprarlos hechos cuando se moría alguien, pues era mucho más costoso.
Era raro la casa donde había un soberao, que se hacían con tablas rústicas aserradas entre los montes de la manera más primitiva y rudimentaria que se pueda explicar, fundamentalmente para que las gallinas pusieran o guardar las sillas de montar.
Por eso cuando alguien moría –mas si era de repente- comenzaban de casa en casa a reunir las tablas para la fabricación del ataúd.
En la vecindad siempre había un albañil o aprendiz de carpintero al que por unos cuantos pesos o hasta fiao se le encargaba la lúgubre obra.
Un metro amarillo oscuro en mano, una botella de ron Bermúdez o Siboney en el bolsillo de atrás, como para no sucumbir ante el llanto y la pena, el albañil entraba a tomar la medida al muerto.
Era un momento desesperante, lúgubre y trastornador del alma, pues para la familia era el primer indicio serio de que había perdido para siempre a un ser querido. La intensidad del llano y la aflicción eran capaz de descorazonar a cualquiera.
La obra se ejecutaba casi siempre debajo de un árbol próximo al mortuorio o en la sala de una casa vecina. Entraba y salía gente que en serio o en broma hacía los más variados comentarios sobre la ingrata tarea de construir ataúdes.
Cuando el muerto era un niño, el ataúd lo pintaban de azul y para un adulto era pintado de rojo. El estrato social de la familia a la que perteneció el muerto se medía por la gala del ataúd, que cuando era de una familia acomodada era revestido de relucientes tachuelas que le daban un toque de elegancia, pero a la vez le imprimía temor.
Para entonces, los cementerios estaban a grandes distancias y el traslado de los muertos se hacía en litera. Se colocaban dos palos en cada extremo del ataúd, que luego era amordazado con una soga de nylon o de cabuya para garantizar que no se rodara y el chillido que al paso del entierro dejaba el roce de las tachuelas contra la soga llenada de grima a los muchachos.
Cuatro hombres que se reemplazaban cada cierto tiempo, tal bueyes tirando una carreta y casi siempre en un ambiente festín llevaban a todo dar el muerto al cementerio. La solemnidad con que se cargaba el muerto dependía de la distancia del cementerio.
En las casas que estaban en todo el trayecto, cuando se moría uno ya estaban preparadas para al paso del entierro lanzarle al muerto un jarro de agua y así evitar que le hiciera visaje o que lo molestara. Y a todos los menores de las casa también les sellaban una cruz de ceniza en la frente, para evitar que el muerto se los llevara.
No era costumbre velar a los muertos dentro del ataúd, sino en la cama. A la hora del sepelio, la más descorazonante, echaban el muerto en la caja y comenzaba el ritual final.
Había que salir con el muerto de modo que hubiera que darle la vuelta a la casa hasta tomar el camino de la partida definitiva. A poca distancia de la casa procedían a clavar la tapa, pero antes, a todos los hijos menores del fenecido, si los había, dos hombres en los extremos del ataúd, cual si fuere una pelota de basketbal , aparaban al niño tres veces en cruz, para así evitar que se los lleve. Era la última parada del frenesí.


Tradición campesina

POR JOSE MIGUEL MONTERO

La soledad y la oscuridad imperantes en los campos en la segunda mitad del siglo pasado representaban un tremendo dolor de cabeza para los muchachos que vivían atemorizados por las fábulas de hechicería que predominaban en el medio en el que tenían que desenvolverse.
Un lodazal infernal cuando llovía, bosques y matorrales por doquier, que hacían que en algunos lugares pareciera que era de noche aun cuando era el día, era el escenario en el que se movía la gente para la época. Por los trillos, a cualquier hora del día o la noche sorprendía a uno un toro de grueso cuello y cuernos enormes que hacía a cualquiera orinarse de miedo, perros rabiosos, sobre todo en época de Cuaresma, animales salvajes, es decir, la gente, sobre todo los muchachos vivían presos de la ignorancia y del terror.
Después de esas "charlas" de hechicería o cuando se moría alguien en la zona, ir en la noche de la cocina a la casa o cumplir con un mandado a cierta distancia constituía un dolor de cabeza, que hasta flojedad de rodillas provocaba.
La falta de esparcimiento provocaba que un velorio, hasta cierto punto, se convirtiera para muchos en un elemento de diversión para los mayores, no así para los muchachos que por desconocimiento a la realidad de la muerte vivían abrumados de informaciones falsas en torno a variados "poderes y acciones" que se la atribuía a los difuntos.
"El muerto no me dejó dormir anoche, me aprensó varias veces y me dejó un dolor en el cuerpo que no me puedo mover", se escuchaba decir a la gente cuando moría alguien en la vecindad.
Otros afirmaban que acostados tenían visiones concretas de muertos delante de la cama, otros aseguraban encontrarse en los caminos con muertos convertidos en perros, chivos, cerdos o vaca y al punto de que la "vivencia" era tal que olfateaban el berrón con el que "bañaban" a los muertos.
Las 12:00 del mediodía, las 12:00 de la noche y los días martes y viernes eran los espacios más apropiados para las "andanzas" de los malos espíritu, afirmaba la gente.
Las "apariciones" de esos espíritu malos, según las fábulas, se manifestaban de diferentes maneras.
Algunos decían pasar en la noche por lugares en los que veían troncos de árboles ardiendo en llamas y al día siguiente no tenían señales de que le pasó candela, unos afirmaban que veían hombres con sombreros de alas anchas montando caballos decapitados y otros aseguraban que en medio de la oscuridad de la noche en apartados y vericuetos caminos se encontraban con ataúdes con velas encendidas en las cuatro esquina, como si se tratara del velatorio de un cadáver.
A diferencia de los entierros de las ciudades, cuyos muertos son enterrados con trajes, en los campos se usaban "mortajas" una tela siempre de color blanco en el qu envolvían los cuerpos antes de exponerlos en la "sanda".
Eran comunes las historias de gente que decía ver cosas envueltas en sábanas blancas que asociaba con la penitencia de alguien que murió y que como castigo a algún pecado Dios "lo mantenía" deambulando sin poder ir al cielo.
Preso de ese amasijo de creencia y de ignorancia creció en mi pueblo la generación de los primeros años del último tercio del siglo pasado.